The Lord of the World / Señor del mundo

La trama de esta novela escrita en 1907 se desarrolla en una fecha indeterminada alrededor del año 2000. El mundo se encuentra dividido en tres grandes bloques: Europa, América y Asia.

La ideología dominante

Ideológicamente reina una mezcla de masonería y socialismo que se abrió paso finales del siglo XIX y que poco a poco ha ido ganando prácticamente el mundo entero. Esta ideología retratada en el libro de Benson ha barrido prácticamente las demás, y se ha constituido en la única opción razonable para el hombre contemporáneo. Los comunistas, como suele llamar el autor a los adeptos a estas ideas, llegaron al poder en Gran Bretaña en 1917 y desde entonces no han tenido rival. Bajo su dirección el mundo ha progresado y se ha instaurado la paz en el planeta. Este era el gran logro de los comunistas: la paz en el mundo.

Como las demás cosmovisiones que habían entrado en contacto con la comunista, el catolicismo había sufrido fuertes pérdidas. La tradicionalmente católica España había dejado de ser tal y solamente quedaban grupitos aislados. Lo mismo sucedía en las demás naciones europeas con la excepción de Irlanda. La Iglesia Católica se resistía a la corriente comunista que buscaba la unidad de la humanidad sin un Dios trascendente y proclamando al hombre mismo como Dios.

Felsenburgh y Franklin

Aunque durante la unificación italiana, Roma había sido sustraída al poder del Papa, más adelante el estado italiano firmó un tratado en el cual el Papa renunciaba a toda autoridad sobre Italia (iglesias incluidas) y a cambio se le daba Roma. La ciudad eterna se había convertido en un lugar ajeno a los avances tecnológicos y en refugio de las monarquías europeas, todas ellas exiliadas.
Para los comunistas, los católicos no eran más que una pobre gente cargada de supersticiones y que frenaba el desarrollo de la humanidad. Los personajes principales son: Oliver Brand, diputado inglés, adalid del comunismo, y su mujer Mabel Brand, sincera y fervorosa seguidora de las ideas comunistas; el padre Franklin, secretario del arzobispo de Westminster; y, por supuesto, Julian Felsenburgh, el enigmático americano que toma en sus manos las riendas del mundo.

En este marco empieza la trama de la novela con la preocupación de dos hombres. Oliver Brand, y con él todo el occidente, teme la escalada armamentística del Oriente. Se prevé una invasión. Aquello significaría la destrucción de Europa.

Por su parte el P. Franklin siente que cada vez se van más católicos del seno de la Iglesia para abrazar las nuevas ideas. Incluso el P. Francis, un joven sacerdote muy cercano a él, la abandona. La fe está muriendo, y el P. Franklin lo sabe. Él, como secretario del arzobispo de Westminster, tiene el encargo de enviar cada día un carta al Cardenal-Protector[1] de Inglaterra, que vive en Roma, informándole de la situación de los católicos en el país.

Cuando la situación con respecto a Oriente parece pasar por el peor momento, en Londres se oye hablar lejanamente de un americano llamado Felsenburgh que recorre Asia entrevistándose con los líderes del imperio de Oriente. Nadie antes había oído hablar de él. Después de Moscú visita las grandes ciudades europeas donde es recibido como un héroe o como un semidiós. En Londres toda la población sale a las calles para ver a ese hombre genial que ha sido capaz de lograr la paz, porque gracias a él, Oriente ha dejado sus intenciones belicosas.

El P. Franklin pudo ver a Felsenburgh aquel día y se dio cuenta de que se parecía mucho a él. Ambos tenían un aspecto juvenil, con facciones casi idénticas y el pelo prematuramente blanco. Unos días antes, Mabel viajó a Londres y allí asistió al accidente de un volador[] y vio impresionada cómo un sacerdote católico (el P. Franklin) acudía para auxiliar espiritualmente a los heridos. Pero lo que más le impresionó fue ver que algunos le correspondían. No obstante, enseguida llegaron los agentes de la eutanasia y se encargaron de acabar rápidamente y sin dolor aquellas vidas. Para Mabel y los que vivían las nuevas ideas, las creencias católicas no eran más que supersticiones y el que creía en ellas era visto como una especie de enfermo a quien había que sacar de aquel estado.

El humanitarismo enseña los dientes

De hecho esta forma de ver a los católicos fue degenerando. Las masas estaban hiperentusiasmadas por los logros de la humanidad en general y de Felsenburgh en particular, a quien abiertamente llamaban encarnación de la Humanidad. Porque el único dios era el hombre y Felsenburgh el primer producto perfecto de esta neuva humanidad consciente de su propia divinidad. Así que los católicos como creyentes en un Dios trascendente eran enemigos de la Humanidad. Se sucedieron una serie de persecuciones y revueltas callejeras en las que sacerdotes, obispos, religiosos y fieles fueron linchados.

Por aquel entonces Felsenburgh fue nombrado presidente de Europa y no tardaría en ser elegido unánimemente por las naciones presidente del mundo. El P. Franklin, por su parte, fue llamado a Roma. Otro sacerdote, el P. Blackmore, ocupó su puesto en Londres. Entre los católicos corrían comentarios enrarecidos y misteriosos sobre Felsenburgh. ¿Quién era este extraño personaje que se había adueñado del mundo? El P. Blackmore intuía cosas que no se atrevía a decir. En unos meses el Papa Juan nombró al P. Franklin Cardenal-Protector de Inglaterra. No tardaron en llegar noticias de que se iba a instaurar un nuevo culto al que se obligaba a asistir a todos los ciudadanos. En este culto de la Humanidad, había cuatro fiestas fundamentales: la Maternidad (navidad), la Vida (primavera), la Subsistencia (verano) y la Paternidad (otoño).

Estaba a punto de celebrarse la fiesta de la Paternidad, cuando llegó de improviso a Roma Mr. Filips, el ex-secretario de Oliver Brand. Cuando el P. Franklin todavía vivía en Londres, Mr. Filips le hizo llamar por encargo de la madre del diputado, para que la asistiera, porque se encontraba gravemente enferma. Oliver descubrió al P. Franklin en su casa y este hecho le valió el despido a Mr. Filips.

El ex-secretario del diputado sin ser católico se solidarizaba con la situación de la Iglesia por considerar que se la trataba injustamente. Además, las persecuciones que sufría la institución contradecían radicalmente las ideas que los líderes políticos predicaban. El P. Blackmore había enviado a Mr. Filips a Roma. Como consecuencia de esta visita, el Cardenal Franklin y Cardenal-Protector de Alemania partieron con un avión rumbo a Alemania, para luego dirigirse el cardenal Franklin a Londres. A la altura de suiza se encontraron con cientos de voladores que viajaban hacia el sur. Los dos cardenales no sabían lo que ocurría.

En Londres, sin embargo, se supo casi inmediatamente por qué tantos voladores se dirigían hacia Italia. Los titulares decían: “Roma ha dejado de existir”. Mabel Brand cayó en una profunda depresión. Ella vio con sus propios ojos cómo sus conciudadanos habían asesinado salvajemente a un grupo de católicos. Aún podía ella justificar estos hechos, porque los cometía gente ignorante, pero lo de Roma fue ordenado por las autoridades, incluido su marido, que no se opuso. Pero, Oliver Brand logró animar a su esposa y ella se dirigió con sentimientos renovados a la liturgia de la Paternidad.

Mientras la ceremonia avanzaba lenta y solemne, Felsenburgh apareció por sorpresa. Y habló y, sin alabar la destrucción de Roma, la justificó. Pero Mabel cayó en un estado próximo al éxtasis y se olvidó de todas sus dudas. El magnetismo de Felsenburgh rozaba el límite de lo sobrenatural.

Muerto el Papa y prácticamente todos los cardenales, el cardenal Franklin fue elegido Papa y adoptó el nombre de Silvestre. Se fue a vivir de incógnito a Nazaret. Desde su pequeña casa se comunicaba con el cardenal de Damasco y éste con los otros 11 cardenales que en aquel momento había en la Iglesia.

El desenlace

Felsenburgh, como se ha dicho más arriba, fue nombrado presidente del mundo y todos daban por muerta a la Iglesia Católica. El final de novela está marcado por dos hechos muy importantes. El primero, el decreto de Felsenburgh de castigar con la pena de muerte a quien declarara creer en un Dios trascendente. Al tener noticias de este decreto, Mabel se suicidó, por no poder soportar esta injusticia.

El suicidio (o eutanasia) tenía un marco legal en Inglaterra. Sólo había que solicitarlo, entrevistarse con un juez y pasar un período de ocho días de reflexión en un centro de acogida, después del cual, si todavía se quería, se aplicaba la eutanasia. El segundo hecho, fue el descubrimiento, gracias a la traición del cardenal de Moscú, de la existencia de un papa y su localización. Tanto Felsenburgh como el Papa Silvestre se movilizaron.

El Papa mandó llamar a todos lo cardenales a Nazaret. Esta pequeña ciudad se encuentra cercana a la llanura de Esdraelon, también llamada Harmagedón. El Presidente mundial visitó los diferentes parlamentos del mundo para que todas las naciones enviaran representantes a Nazaret para destruir definitivamente a la Iglesia Católica. El día que se sabía que llegarían Felsenburgh y “el resto del mundo”, el Papa celebró una misa del Espíritu Santo y luego expuso la Eucaristía en una custodia. Informó a los asistentes que él ya no creía en Dios por fe, sino por visión, porque le había visto y había recibido una revelación.

Mientras cantaban himnos de adoración eucarística, Felsenburgh y el mundo se acercaban contra el vicario de Cristo y ese momento fue elegido por Dios para que los días de mundo tocaran a su fin. Lo cuenta Benson con estas lacónicas palabras: “Then this world passed, and the glory of it”3.

Notas al pie

[1] Según Benson, el Papa había introducido esta figura en la organización eclesial. Toda provincia eclesiástica con una cierta importancia, además de tener el tradicional prelado en la provincia, contaba con un cardenal-protector en Roma que actuaba como intermediario directo entre la provincia y el Papa.
[2] Estos voladores son una especie de aviones, pero que se usan más como autobuses que como nosotros estamos acostumbrados. Estos curiosos aparatos mueven las alas al avanzar y pueden volar tan bajo por la ciudad que un transeúnte podría verle los ojos al conductor. Benson los llama volors, así que me ha parecido bien llamarles voladores.
[3] “Entonces pasó este mundo y con él su gloria” (R.H. BENSON, The Lord of the World, 3).

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